Proseguir con el análisis obliga a considerar un aspecto histórico, jurídico y político de gran importancia: la ley de caducidad no pudo ser removida de nuestro ordenamiento jurídico por el referéndum popular que se llevó a cabo el 16 de abril de 1989, el cual si bien no le quitó su antijuridicidad, le otorgó un respaldo mayoritario en un momento determinado. Primaron las razones de conveniencia política y de amenaza militar latente por sobre el mandato jurídico de los derechos humanos.
El hecho de que la ley fuera confirmada por un referéndum, le otorgó sustentabilidad política pero no modificó cualitativamente su contenido antijurídico, ni lo convalidó. Los artículos 1º a 4º de la ley de caducidad no cambiaron su naturaleza jurídica por el referéndum: si nacieron nulos, siguen siendo nulos y es posible declararlos nulos e inexistentes.
No existe ninguna norma jurídica que impida al Poder Legislativo considerar el tema o, en su caso, que evite nuevos planteamientos por su inconstitucionalidad.
El principio establecido en nuestra Constitución es que la función legislativa incumbe a la Asamblea General y ésta, en ejercicio de su competencia constitucional, está legítimamente facultada para anular un acto legislativo viciado de nulidad absoluta, aunque el mismo hubiese sido objeto de referéndum.
Hemos puesto reiteradamente un ejemplo: si por votación popular estableciéramos la esclavitud, ¿estaríamos sancionando una norma substancialmente válida? No. Sería nula; absolutamente nula por ir contra normas y principios de derechos humanos que se encuentran por encima de la disponibilidad de los Estados; sería nula e inconstitucional aunque contara con respaldo político y social –más allá de que indicaría el grado de deterioro social al que habríamos llegado.
Pero existen otros elementos que deben ser considerados.
Al inicio de los procesos de restablecimiento democrático de América Latina, finalizadas las dictaduras militares de décadas pasadas, las sociedades se enfrentaron al desafío de dar respuesta a las violaciones sistemáticas de los derechos humanos perpetradas por el Estado.
En dicha instancia, fue una constante advertir que los militares no solamente no mostraron su arrepentimiento, sino que tampoco reconocieron su participación y responsabilidad; por el contrario, negaron los hechos, les restaron importancia o bien los calificaron como actos aislados, confiados en que el poder real y efectivo que en la realidad mantenían, fuese visto por los políticos de la época como un elemento de disuasión, presión y amenaza.
Existen, sin embargo, momentos históricos que son verdaderos puntos de inflexión.
La política que se viene implementando en relación con la Verdad y la Memoria, ha aportado avances significativos, fundamentalmente, al dejar en evidencia algunas de las atrocidades de la dictadura, ocultas durante décadas. Aun sin mucha perspectiva histórica –por su inmediatez–, podríamos calificar al período transcurrido desde marzo de 1985 hasta de febrero de 2005, como un “tiempo de transición” en materia de derechos humanos.
Desde el 2005, Uruguay vive una nueva etapa en la cual la sociedad comienza a enfrentar, descarnadamente, su pasado; recién está conociéndolo. Las violaciones a los derechos humanos no fueron actos aislados o desvíos sin importancia. Se comprobó la violación sistemática de los derechos humanos coordinada entre los países de la región en lo que hoy se conoce como el “Plan Cóndor”. El informe público que el Comando General de la Fuerza Aérea Uruguaya entregó al Presidente de la República el 8 de agosto de 2005, admite que en 1976 se realizaron dos vuelos clandestinos que transportaron ciudadanos uruguayos detenidos en Argentina. Las personas trasladadas en el “segundo vuelo” del 5 de octubre de 1976 se mantienen desaparecidas. Se trataría, probablemente, de uruguayos exiliados en la República Argentina detenidos clandestinamente en el marco de la coordinación represiva y que, luego de permanecer secuestrados en centros de reclusión clandestina, habrían sido transportados en el “segundo vuelo”. Se ignora su suerte posterior aunque probablemente hayan sido asesinados, desconociéndose dónde se encuentran sus restos.
Esta confesión de las Fuerzas Armadas fue en agosto de 2005. Es más, de confirmarse que las personas trasladadas en el segundo vuelo fueron ejecutadas, se probarían ejecuciones masivas por la dictadura uruguaya que calificarían –sin dudas– como “crímenes de lesa humanidad”, lo cual no era un hecho reconocido por el gobierno en el contexto del referéndum.
El Estado, concebido y estructurado para garantizar que las personas bajo su jurisdicción gocen de los derechos humanos, es quien los viola bajo un padrón regular de conductas aberrantes, torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, cometiendo “crímenes de lesa humanidad”. Estamos ante supuestos de “macrocriminalidad”, esto es, la criminalidad de los poderosos, “criminalidad fortalecida por el Estado”, “crímenes de Estado”, “terrorismo de Estado o criminalidad gubernamental”.
Por consiguiente, nadie puede quitarle al pleno social la legitimidad de debatir sobre estos hechos que hoy se admiten en la búsqueda de una actitud definitiva, conforme al Derecho, frente a la violación de los derechos humanos ocurrida durante la dictadura.
El ejercicio de la soberanía popular mediante elecciones ha renovado, sucesivamente, los órganos del Poder Legislativo desde que se aprobó la ley de caducidad y desde que la misma fuera objeto del recurso de referéndum; por otra parte, no existe la amenaza militar de aquellos tiempos.
En consecuencia, se vive una realidad histórica diferente que permitiría a los órganos representativos de la soberanía nacional ajustar las realidades antijurídicas al Derecho, con la sustentabilidad política que les brinda su investidura democrática.
Aquello que nace del desvío del Derecho –por suerte– no tiene vocación de inmutabilidad; los tiempos históricos lo terminan removiendo.
La consolidación definitiva y substancial del Estado de Derecho implica que la sociedad en su conjunto asuma que la Justicia es un elemento innegociable del modelo cultural inherente a la democracia, cuando se trata de dar respuesta a situaciones que califican como “crímenes de lesa humanidad”.
Las normas de jus-cogens, como hemos relevado a lo largo del presente, son determinantes y concluyentes para que se declare la nulidad e inexistencia de las normas que impiden el juzgamiento de los “crímenes de lesa humanidad”.
La notoria inconstitucionalidad de la ley de caducidad y su incompatibilidad con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos obliga a encausar jurídicamente el problema, lo que supone aplicar correctamente el Derecho y, para el caso, declarar nulas e inexistentes las normas de impunidad de forma que se puedan perseguir y juzgar los crímenes de lesa humanidad.
Es un imperativo jurídico que debe estar por encima de coyunturas políticas.
El hecho de que la ley fuera confirmada por un referéndum, le otorgó sustentabilidad política pero no modificó cualitativamente su contenido antijurídico, ni lo convalidó. Los artículos 1º a 4º de la ley de caducidad no cambiaron su naturaleza jurídica por el referéndum: si nacieron nulos, siguen siendo nulos y es posible declararlos nulos e inexistentes.
No existe ninguna norma jurídica que impida al Poder Legislativo considerar el tema o, en su caso, que evite nuevos planteamientos por su inconstitucionalidad.
El principio establecido en nuestra Constitución es que la función legislativa incumbe a la Asamblea General y ésta, en ejercicio de su competencia constitucional, está legítimamente facultada para anular un acto legislativo viciado de nulidad absoluta, aunque el mismo hubiese sido objeto de referéndum.
Hemos puesto reiteradamente un ejemplo: si por votación popular estableciéramos la esclavitud, ¿estaríamos sancionando una norma substancialmente válida? No. Sería nula; absolutamente nula por ir contra normas y principios de derechos humanos que se encuentran por encima de la disponibilidad de los Estados; sería nula e inconstitucional aunque contara con respaldo político y social –más allá de que indicaría el grado de deterioro social al que habríamos llegado.
Pero existen otros elementos que deben ser considerados.
Al inicio de los procesos de restablecimiento democrático de América Latina, finalizadas las dictaduras militares de décadas pasadas, las sociedades se enfrentaron al desafío de dar respuesta a las violaciones sistemáticas de los derechos humanos perpetradas por el Estado.
En dicha instancia, fue una constante advertir que los militares no solamente no mostraron su arrepentimiento, sino que tampoco reconocieron su participación y responsabilidad; por el contrario, negaron los hechos, les restaron importancia o bien los calificaron como actos aislados, confiados en que el poder real y efectivo que en la realidad mantenían, fuese visto por los políticos de la época como un elemento de disuasión, presión y amenaza.
Existen, sin embargo, momentos históricos que son verdaderos puntos de inflexión.
La política que se viene implementando en relación con la Verdad y la Memoria, ha aportado avances significativos, fundamentalmente, al dejar en evidencia algunas de las atrocidades de la dictadura, ocultas durante décadas. Aun sin mucha perspectiva histórica –por su inmediatez–, podríamos calificar al período transcurrido desde marzo de 1985 hasta de febrero de 2005, como un “tiempo de transición” en materia de derechos humanos.
Desde el 2005, Uruguay vive una nueva etapa en la cual la sociedad comienza a enfrentar, descarnadamente, su pasado; recién está conociéndolo. Las violaciones a los derechos humanos no fueron actos aislados o desvíos sin importancia. Se comprobó la violación sistemática de los derechos humanos coordinada entre los países de la región en lo que hoy se conoce como el “Plan Cóndor”. El informe público que el Comando General de la Fuerza Aérea Uruguaya entregó al Presidente de la República el 8 de agosto de 2005, admite que en 1976 se realizaron dos vuelos clandestinos que transportaron ciudadanos uruguayos detenidos en Argentina. Las personas trasladadas en el “segundo vuelo” del 5 de octubre de 1976 se mantienen desaparecidas. Se trataría, probablemente, de uruguayos exiliados en la República Argentina detenidos clandestinamente en el marco de la coordinación represiva y que, luego de permanecer secuestrados en centros de reclusión clandestina, habrían sido transportados en el “segundo vuelo”. Se ignora su suerte posterior aunque probablemente hayan sido asesinados, desconociéndose dónde se encuentran sus restos.
Esta confesión de las Fuerzas Armadas fue en agosto de 2005. Es más, de confirmarse que las personas trasladadas en el segundo vuelo fueron ejecutadas, se probarían ejecuciones masivas por la dictadura uruguaya que calificarían –sin dudas– como “crímenes de lesa humanidad”, lo cual no era un hecho reconocido por el gobierno en el contexto del referéndum.
El Estado, concebido y estructurado para garantizar que las personas bajo su jurisdicción gocen de los derechos humanos, es quien los viola bajo un padrón regular de conductas aberrantes, torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, cometiendo “crímenes de lesa humanidad”. Estamos ante supuestos de “macrocriminalidad”, esto es, la criminalidad de los poderosos, “criminalidad fortalecida por el Estado”, “crímenes de Estado”, “terrorismo de Estado o criminalidad gubernamental”.
Por consiguiente, nadie puede quitarle al pleno social la legitimidad de debatir sobre estos hechos que hoy se admiten en la búsqueda de una actitud definitiva, conforme al Derecho, frente a la violación de los derechos humanos ocurrida durante la dictadura.
El ejercicio de la soberanía popular mediante elecciones ha renovado, sucesivamente, los órganos del Poder Legislativo desde que se aprobó la ley de caducidad y desde que la misma fuera objeto del recurso de referéndum; por otra parte, no existe la amenaza militar de aquellos tiempos.
En consecuencia, se vive una realidad histórica diferente que permitiría a los órganos representativos de la soberanía nacional ajustar las realidades antijurídicas al Derecho, con la sustentabilidad política que les brinda su investidura democrática.
Aquello que nace del desvío del Derecho –por suerte– no tiene vocación de inmutabilidad; los tiempos históricos lo terminan removiendo.
La consolidación definitiva y substancial del Estado de Derecho implica que la sociedad en su conjunto asuma que la Justicia es un elemento innegociable del modelo cultural inherente a la democracia, cuando se trata de dar respuesta a situaciones que califican como “crímenes de lesa humanidad”.
Las normas de jus-cogens, como hemos relevado a lo largo del presente, son determinantes y concluyentes para que se declare la nulidad e inexistencia de las normas que impiden el juzgamiento de los “crímenes de lesa humanidad”.
La notoria inconstitucionalidad de la ley de caducidad y su incompatibilidad con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos obliga a encausar jurídicamente el problema, lo que supone aplicar correctamente el Derecho y, para el caso, declarar nulas e inexistentes las normas de impunidad de forma que se puedan perseguir y juzgar los crímenes de lesa humanidad.
Es un imperativo jurídico que debe estar por encima de coyunturas políticas.
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